De los dos
terrores que asolaron el siglo XX- el nazismo y el comunismo- es el comunismo
el más misterioso.
Que el nazismo
era un sistema de violencia contra las minorías, un programa de exterminio y de
predominio racial, nunca hubo dudas. Fue groseramente franco. Ya en el programa
del Partido Nacional Socialista de 1920
se exponía con claridad el plan de excluir a los judíos de la nación alemana y
el propósito de obtener “colonias” para dar sustento a la población alemana.
Había que tener “mala entraña” para adherir a esas ideas.
Pero el
comunismo, el marxismo, fue otra cosa. Un ideario liberador, humanista, la
culminación del proceso iniciado por la Ilustración para acabar con los
privilegios de las minorías, un programa de liberación, de desaparición de la
desigualdad, de desarrollo científico y económico. La promesa del marxismo fue
muy atractiva. Pero sus frutos casi iguales- peores en algún sentido- a los del
nazismo. El nazismo cumplió su programa a rajatabla, sin contradicciones
internas. En cambio el marxismo, el “socialismo real”, ocultó cuidadosamente el
crimen: cumplió un plan implícito, secreto de liquidación y asesinato que aun
hoy es negado. Así como los negacionistas del Holocausto judío por los nazis
son seres moralmente inferiores, los innumerables negacionistas del holocausto
comunista no tienen mayor estatura moral. Solo que unos tienen muy mala prensa
y los otros, programas de radio y televisión.
El
comunismo, ese arco que va desde un iluminado Marx hasta un asesino serial y
frío como Stalin, es incomprensible. La
mejor gente, la más inteligente, la más buena adhirió al comunismo. Su
claridad, su fuerza expresiva convenció a varias generaciones de la
incomparable justeza de sus objetivos. Picasso, Neruda, Sartre, Rolland,
Saramago, por nombrar solo algunos, fueron los referentes de cientos de
intelectuales, poetas, artistas – la “crème” de la intelectualidad- que
adhirieron sin dudarlo al comunismo. Solo algunos, valientes y repudiados, como
Guide, Koestler, Camus, Octavio Paz o Vargas Llosa se atrevieron a mirar…y
vieron: el Gulag, la persecución a homosexuales, el trabajo esclavo, las
deportaciones masivas, las prohibiciones, los Procesos de Moscú, el Gran Salto
Adelante de Mao con sus 30 millones de muertos , la Stasi, la Cheka, la KGB,
los Servicios Cubanos… Mucho, demasiado para explicar como simples
“desviaciones” del programa liberador marxista.
Así como no
se entiende el arco que va desde el Jesús del amor hasta un Torquemada de la
tortura, la religión civil marxista amparó en su seno a lo mejor y a lo peor,
en una mezcla esquizofrénica que aun hoy provoca escozor.
Ya nadie,
en su sano juicio, se reivindica nazifascista. En cambio miles de personas,
incluyendo intelectuales, artistas, creadores, aun se dicen marxistas. Los cien
millones de muertos que los regímenes comunistas produjeron en medio siglo no
parecen conmover demasiado a esas conciencias.
En general-
además de negarse a creer en los innumerables testimonios que lo prueban-
apelan a los “errores” o “deformaciones” del marxismo en manos de gente como
Stalin. Marx no se equivocó, se equivocaron los marxistas en el poder, parecen
decirnos.
Nuestra
pregunta es la siguiente: ¿cómo se explica que sin excepción alguna TODOS los
marxistas en el poder construyeron sistemas totalitarios? Desde Lenin hasta Mao
Tse Tung, desde Castro a Kim il Sung, desde Pol Pot hasta Ceasescu, desde
Stalin hasta Trotsky, ¿TODOS traicionaron a Marx? Qué hubo ¿una conspiración
nefasta para traicionar al Viejo Marx?
Difícil de
creer.
Mi
hipótesis- que no es novedosa- es que el marxismo originario ya tenía en su
seno el huevo de la serpiente. Marx no es inocente del Gulag. Marx no puede ser
apartado respetuosamente de los campos de concentración que Lenin- mucho antes
que Hitler- instaló en la Rusia revolucionaria.
Creemos que
Marx y los primeros pensadores marxistas elaboraron una utopía que contenía en
germen el desastre. Pero eso, hay que demostrarlo, si puede “demostrarse” algo
en el terreno de lo humano.
A eso
vamos.
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