¿Hay
una “singularidad” de Buenos Aires? ¿O Buenos Aires es una más de las capitales
latinoamericanas, no demasiado diferente de México o Lima?
Esta
es una pregunta para la cual los porteños, casi intuitivamente, tienen una
respuesta. “Somos distintos, no somos como el resto de los latinoamericanos.”
Esta afirmación puede hacerse desde la poesía o desde el más crudo nacionalismo
. Puede resumirse en el verso de Borges,
A mí se me hace cuento que
empezó Buenos Aires:
la juzgo tan eterna como el agua y el aire.
Buenos
Aires nació como “la puerta de la tierra”, el único puerto, la única salida
que la América española instaló en el
Océano Atlántico. Ciudad remota, marginal a la rica y ostentosa Lima, con el
enemigo lusitano cerca, ciudad que debatió durante un siglo si debía ser plaza
militar cerrada o puerto abierto al comercio. Se le prohibió, expresamente, dar
el servicio de puerto y, en el colmo de la cerrazón, dejó de haber dinero en la
ciudad. La solución fue el contrabando, gracias al cual Buenos Aires no murió
de inanición. Vivir del contrabando, el
ocultamiento, la mentira, explica muchas de nuestras costumbres non sanctas: la ley se acata pero
no se cumple, hacete amigo del juez, viveza criolla, riquezas mal habidas,
coimas, cometas, negociados, doble vida.
Al
fin ganó el bando comercial, se abrió el puerto y Buenos Aires, para horror de
los mojigatos , se convirtió en una “Babilonia”, llena de judíos portugueses,
extranjeros y prostitutas, barcos cargados con peligrosos productos como libros
de Erasmo o vestidos franceses. Ganó el partido de los “porteños” y por eso sus
habitantes fueron llamados “porteños” y la ciudad dejó de llamarse “De la
Trinidad” y se denominó como su puerto: Santa María de los Buenos Aires.
Escribía
en 1876 Juan María Gutiérrez, gran intelectual argentino amigo de Alberdi y
Echeverría, rector de la Universidad de Buenos Aires, historiador de la cultura
argentina:
Desde principios de este siglo,
la forma de gobierno que nos hemos dado, abrió de par en par las puertas del
país a las influencias de la Europa entera, y desde entonces, las lenguas
extranjeras, las ideas y costumbres que ellas representan, han tomado carta de
ciudadanía entre nosotros….El resultado
de este comercio se presume fácilmente. Ha mezclado, puede decirse, las
lenguas, como ha mezclado las razas…Estas diferencias de constitución física,
lejos de alterar la unidad del sentimiento patrio, parece que, por leyes
generosas de la naturaleza que a orillas del Plata se cumplen, estrechan más y más
los vínculos de fraternidad humana, y dan por resultado una raza privilegiada
por la sangre y la inteligencia, según demuestra la experiencia a los
observadores despreocupados…Estos diferentes sonidos y modos de expresión
cosmopolitizan nuestro oído y nos inhabilitan para intentar siquiera la
inamovilidad de la lengua nacional en que se escriben nuestros numerosos periódicos,
se dicta y discuten nuestras leyes, y es vehículo para comunicarnos unos con
otros los porteños”
Esta
declaración – quizás algo pedante- de identidad porteña, cosmopolita y abierta
al intercambio cultural sin perder el amor a la patria es quizás una síntesis
del sentimiento que aun hoy, tantos años después, impera en esta ciudad.
Esto
produce orgullo y es muchos casos, sí, pedantería. Es ya famoso el tupé- un
galicismo- conque los porteños pasean por el mundo, comparando cada ciudad,
cada hotel, con Buenos Aires (dando casi siempre por ganadora a ésta)
El
porteño, digámoslo francamente, no despierta simpatías, ni en el interior ni en
el resto de América latina. Tiene un aire de superioridad que enerva al
extraño. Pero, lo digo como porteño, ese aire que se da tiene algún sustento.
No es la fantasía de un marginado, sino la expresión de una ciudad que tiene un
teatro Colon, el tango, la música de Piazzolla y Spinetta, la Avenida de Mayo,
el café Tortoni , ya centenario, plazas, cafes y restoranes que pueden competir
con los mejores, un vida cultural activa, variada, que incluye arte escénico,
pintura, la literatura de un Borges o un Cortázar. Como ciudad remota que es,
necesitó crear todo un mundo para satisfacer sus inquietudes. Importó modas y
costumbres pero en algún momento comenzó a crear su propia moda, su propia
cultura.
Dijo
Paul Auster:
“Buenos Aires. Pienso en el psicoanálisis.
Pienso en taxistas que son también poetas. Pienso en las desdichas políticas.
Pienso en periodistas que han leído a Lacan. Pienso en flores fragantes y carne
excelente, y un maravilloso pequeño teatro donde los actores también tienen
otros trabajos, y en las acuarelas de Xul Solar que hechizan desde el Malba”.
“Buenos
aires e una isola” comentó una vez una amiga italiana. Y su insularidad la
convierte, de alguna manera, en una polis, conectada al mundo, pero lejos de
él, autónoma, independiente, abierta, misteriosa. Multicultural, prepotente,
agresiva, cálida.
En
1810 el 10% de la población de la ciudad era extranjera. En 1914, la mitad de
su población era extranjera. Esto habla de que, luego de la independencia y especialmente
a partir de la segunda mitad del siglo XIX, bajo la consigna alberdiana de
“Gobernar es poblar”, millones de extranjeros se afincaron en estas tierras. Después
de EEUU- el principal desino de la emigración europea desde 1850 a 1914, es
Argentina el país que más extranjeros recibió. Más que Canadá, Australia o
Brasil. Argentina era un fenómeno mundial hacia de fin del siglo XIX, una Nueva
York latina que tenía destino de metrópoli universal.
Muchos
viajeros extranjeros la recorrieron apenas la libertad de 1810 permitió la
llegada de ingleses, franceses,
italianos, etc. Muchos vinieron a radicarse pero algunos solo visitaron
temporariamente la ciudad y algunos de ellos publicaron libros con sus
impresiones. Los primeros fueron soldados ingleses prisioneros por los intentos
de conquista que protagonizaron en 1806 y 1807. Así que nuestra amiga Justina
es quizás la más reciente miembro de esta larga estirpe de extranjeros
necesitados de narrar Buenos Aires.
Escribe
Horace Rumbold, un inglés que visito la Argentina en 1880:
“Deambulando entre el apretado
gentío, munido de la indispensable protección del cigarro encendido para
combatir los poderosos tufos de cebolla y ajo, era entretenido notar la
variedad de idiomas que llegaban a los oídos. Parecía que todas las tribus y
naciones bajo el sol, a excepción de las del mundo oriental, estaban
representadas aquí, y uno se daba cuenta del carácter intensamente cosmopolita
de la población.”
Nuevamente la palabra “cosmopolita”
En
1817 ME Brackenbridge, miembro de una comitiva del Gobierno de EEUU viajó a Buenos
Aires y escribió un libro con sus
impresiones, del cual quiero rescatar un par de párrafos.
“Aquí, sea ilusión o realidad, me
sentí en una tierra de libertad. Había una independencia, una franqueza en el
porte y una expresión en las caras de los que encontraba, que me recordaban mi
propio país; un aire de libertad alentaba en torno a ellos, que no intentaré
describir…Nada podía ser más diferente que la población de este lugar y la de Río. No vi a nadie usando insignias
de nobleza, excepto un viejo loco, seguido por una turba de pilluelos rotosos.
No había palanquines o equipajes sonoros. ..A las mujeres, en vez de
encerrarlas por celos, se les permite pasear y respirar el aire común…Me llamó
la atención la multitud de bellas mujeres, yendo y viniendo de las iglesias, y
la graciosa elegancia de su porte. Caminaban con mayor elegancia que cualquier
mujer que yo antes hubiera visto”
Esta
referencia a la libertad y elegancia de las porteñas se repite en muchos
relatos de visitantes.
Por
ejemplo, “Cinco años en Buenos Aires” de un anónimo visitante inglés que vivió
entre 1820 y 1824, se lee que
“Las damas van bellamente
ataviadas a los palcos, combinando la pulcritud con la elegancia. Por lo
general, visten de blanco. El cuello y el seno están bastante descubiertos para
despertar admiración sin escandalizar a los mojigatos…Las noches de estreno
presenta el teatro un conjunto de hermosas mujeres ( como no podría soñar un
extranjero). A menudo he contemplado sus oscuros ojos expresivos y el negro
cabello que, si posible fuera, embellecería aún más esos bellos rostros. Creo
que ninguna ciudad con la misma población de Buenos Aires puede vanagloriarse
de poseer mujeres igualmente encantadoras. El aspecto que presentan en el
teatro no es sobrepasado ni en París ni en Londres…Hay caras femeninas dignas
del estudio de un artista: vivaces ojos oscuros, tersas frentes, graciosos talles.
Guarda Buenos Aires dentro de sus muros toda la belleza que pueda forjar la
imaginación”
Relata
Horace Rumbold, 60 años después de esta descripción, lo siguiente:
“ Las bellas asistentes a misa
deben afrontar , mientras cruzan rápidamente la calle, una doble hilera de sus
compatriotas y admiradores impecablemente ataviados en ceñidos trajes cortados
a la última moda de Paris. .. Al cabo de una media hora, las mujeres vuelven a
salir, con paso más lento y sin ninguna pretensión de modestia, alisando su
alegres plumajes al sol, sin esquivar de modo alguno las insistentes miradas y
comentarios pronunciados en alta voz,
sin discreción alguna. Han venido bien preparadas para ser examinadas y
contempladas…Lucen muy elegantes y muchas de ellas son muy bonitas; todas se
siente agraciadas y capaces de enfrentar la más intensa de las inspecciones.”
El
inglés anónimo le aconseja a su connacionales
“ Estén seguros mis compatriotas
que no encontrarán otros extranjeros con quienes se sientan más en su casa, que
con los naturales de Buenos Aires. Cualquiera sea el destino que me haga salir
de este país, le abandonaré con pesar y guardaré siempre la estima y la
gratitud más sincera hacia este pueblo excelente y generoso… Yo vine a Buenos
Aires con ciertos prejuicios, esperando encontrar iliberalidad y gazmoñería, en
lugar de las muchas amables cualidades que este pueblo posee. Tal es mi afecto
por Buenos Aires que la admiro como una segunda patria y me intereso
grandemente por su felicidad”
Y
cuenta Rumbold, en el prólogo de su libro El gran Río de la Plata,
“Los pronósticos que me atreví a
formular en cuanto a su progreso se han cumplido, de hecho, con holgura. El
número de inmigrantes que afluyen cada año se ha triplicado. Tan grande ha sido
el aumento de su población de la ciudad de Buenos Aires, que en el curso de
cuatro años ha pasado de 300 a 400 mil habitantes… Indefectiblemente, el
carácter de los porteños del futuro se verá modificado en su esencia por
esta gran infusión de sangre
extranjera.”
En
síntesis los extranjeros del siglo XIX se sorprendían de lo que encontraban. En
vez de un pueblo fanatizado por la religión, reaccionario, anticuado, cerrado,
encontraban la libertad en los rostros, mujeres hermosas que no ocultaban su
belleza y amaban ser admiradas, amabilidad y buen trato hacia el extranjero. En
vez de nacionalismo hispano, encontraban una sociedad cosmopolita y abierta,
deseosa de agradar al extranjero. Esa Buenos Aires antigua esperaba ser una
metrópoli mundial y todas las esperanzas se dirigían en ese sentido.
Termina
Rumbold escribiendo
“Ya nadie pude dudar que la
Argentina tiene asegurado un futuro de gran prosperidad. Pacificada y consolidada,
la república se ha lanzado felizmente a la carrera entre las naciones, y de
todos quienes desean su éxito, ninguno es más sincero que el autor de esta
pequeña crónica de una estadía demasiado breve pero interesante y placentera en
su hospitalaria tierra”
Escribió Ruben Darío en 1910
“La
Argentina crece, se hace fuerte al amparo de una política de engrandecimiento
económico; hace que las grandes potencias la miren con simpatía y celebra su
primer fiesta secular con el asombro aprobador de todas las naciones de la
tierra”.
Esas
esperanzas fueron cumplidas solo parcialmente, y esa nostalgia de haber sido y el
dolor de ya no ser, como dice el tango, es parte sustancial de la identidad
porteña. Poder haber sido un faro de atracción mundial, en competencia con
Nueva York y no ser, ahora, más que una ciudad de tantas. Ese lamento de no
haber cumplido el sueño, y de aferrarse a lo que se pudo conservar, impregna el
sentimiento del porteño, sentimiento que expresa adecuadamente el tango.
Dijo el Premio Nobel Mario Vargas Llosa:
Argentina, un país que era democrático cuando tres partes de Europa no lo eran,
un país que era uno de los más prósperos de la Tierra cuando América Latina era
un continente de hambrientos, de atrasados. Ese
país, que era un país de vanguardia ¿Cómo puede ser que sea el país
empobrecido, caótico, subdesarrollado que es hoy? ¿Qué pasó? ¿Alguien los
invadió? ¿Estuvieron enfrascados en alguna guerra terrible?
Odiada
por los nacionalistas, por ser abierta y cosmopolita; odiada por los vecinos,
por ser altanera y prepotente; odiada
por ser individualista pero capaz de gestos solidarios; el país profundo,
interior - eterno compañero y contrincante- la ama y la odia. No se concibe la
Argentina sin Buenos Aires, en lo bueno y en lo malo.
El
porteño ama la conversación en un bar, frecuenta al psicoanalista o al guía
budista, sueña con escapar de la Gran Isla, pero sufre y extraña el olor de la
pizzería cuando viaja al exterior. Cosmopolita y localista, extranjero aun en
América, sueña con Europa pero se emociona con una zamba norteña, admira a
Borges aunque no lo haya leído. Ama el futbol pero es malo trabajando en equipo
y excelente en solitario. Hay aquí alta producción de genios solitarios,
llámense Martha Argerich o Gabriela Sabatini, Charly García o el Gato Barbieri,
Pelli o Messi, Favaloro o Maradona, Del Potro o Leloir. El porteño se cree
único y sufre cuando el extranjero no le reconoce su “particularidad”. Necesita
la mirada del extranjero, al cual, a un día de su arribo a Buenos Aires le
pregunta, “¿qué te parece Buenos Aires?”, como si esta ciudad fuera una joya
extraña.
Justina,
con su mirada desde Europa oriental nos deleita con sus observaciones. Ha leído
tan solo 20 páginas de su libro traducidas al castellano que me sirvieron para hacerme una idea del
libro, denominado en rumano: “ultimul tango lal buenos aires”. Dice
Justina
“Les
encanta hablar de ellos, escuchar lo que se dice de ellos, cuando ya no es
suficiente con leer, ávidos, lo que está escrito acerca de ellos en el país o
en el extranjero. “
Le escribí a Justina estas
líneas:
“ Leí con deleite tus
páginas y con el asombro de encontrar una mirada tan inteligente y con tan
pocos cliches y un lenguaje tan elegante. Tu visión es original, picante
y sin una pizca de formalidad. Para muchos, hablar de Buenos Aires se debe
hacer en tono solemne, lamentando su decadencia. Tu referencia al humor porteño
debería figurar ya en alguna enciclopedia sobre Buenos Aires porque lograste
captar con sutileza lo que deber ser, por definición, algo sutil y lleno de
connotaciones no dichas”.
Coincidiendo
con Justina , Guy Sorman dijo : “Todo el mundo quiere ser amado; pero los
argentinos, un poquito más que lo usual, incluso, que los franceses…”.
El
argentino y más aún, el porteño, necesita ser reconocido como lo que fue, pero
ya no es, una gran esperanza de libertad, progreso y cultura, en una ciudad que
muestra la decadencia de un pasado luminoso. Ese quizás es el secreto de Buenos
Aires: una ciudad que perdió el tren del futuro, pero conserva su dignidad de
dama antigua.
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